Los géneros musicales que han determinado las corrientes
artísticas a lo largo de la historia varían en función de su estructura
interválica. La combinación en las diferentes alturas, tanto melódicas como
armónicas, entre los sonidos de una pieza musical, identifican de qué estilo
estamos hablando. Existe una exótica mezcla que nació de la imaginación de un
compositor ruso que vivió la transición de los siglos XIX y XX, se trata de
Alexander Scriabin que, con su "acorde místico", perpetuó su paso por
la historia de la música. Una superposición de seis sonidos; valga el ejemplo:
Do, Fa#, Sib, Mi, La, Re, intervalos de cuarta en todas sus especies
(aumentada, disminuida y justa). Antaño, la tradición se sustentó en la
consonancia del intervalo de tercera -tal es su equilibrio sonoro-, pero
atreverse a edificar un universo propio en torno al intervalo de cuarta, cuya
inestabilidad consonante para la época podría incomodar a los oyentes más
ortodoxos, fue una osadía estética sólo al alcance de una portentosa
genialidad. Scriabin, en su segunda etapa como compositor heredero del Romanticismo, inaugura una visión nueva
de la música al mostrar su acorde hexátono bautizándolo como «Prometheus,
Mystic Cordom» (Prometeo, Acorde Místico). Es en su obra, “Prometheus, Poema del fuego, Op.60”, para piano, orquesta, coro y
luces, donde realiza con mayor despliegue técnico su nueva estrategia armónica.
Se adentra así en el terreno del Impresionismo
pero manteniendo una mirada en la expresividad de su pasado. En su nueva forma
de componer mantiene un doble compromiso con los cánones clásicos y las
innovaciones de este acorde tan característico en su obra. Diferentes formas de
composición se han ido sucediendo a lo largo de la historia, el gusto
generalizado por los parámetros establecidos atendiendo a unas reglas tácitas
siempre se han impuesto; así, musicalmente hablando, el siglo XX es el siglo de
las luces. El imaginario de los compositores comienza a dar rienda suelta a un
mundo nuevo. El lenguaje musical comienza a explorar territorios nunca antes
recorridos fuera del alcance de la belleza preestablecida. El arte de la música
debe recoger todo lo que entra por el oído aún en sus más heterodoxas posibilidades
y este acorde consigue multiplicar las sensaciones del oyente. Evoca imágenes
nuevas que favorecen el deleite estético. Es un desafío a la norma. La longitud
de onda sonora dirige sus efluvios hacia lo superior, al recóndito infinito
donde la maraña de percepciones arranca de las manos la voluntad. Scriabin lee
a Nietzsche y quiere reflejar, a través de su música, el misticismo superior de
su filosofía. Busca liberarse del tiempo y el espacio para ser engullido por el
misterio del cosmos. Vive en un estado de espiritualidad perpetua que lo
convierte en un ser inmaterial. Su música está impregnada de tantos elementos
oníricos que evoluciona a dimensiones desconocidas. Un tipo de música que
define los estados trascendentales del hombre. La sinestesia, ese cruce de
sentidos en el que se visualiza el color de los sonidos, se apodera de él y
como acuñó el científico alemán Athanasius Kircher, allá por el siglo XVII: Si alguien pudiera ver los delicados
movimientos del aire cuando se toca un instrumento, en verdad sería capaz de
ver una pintura con una extraordinaria variedad de colores. Y Scriabin era
capaz de pintar un deslumbrante lienzo acústico con su dúctil paleta cromática.
No hay comentarios:
Publicar un comentario