- Buenas tardes, mi querido alumno.
- Hola, señora Kent.
- ¿Qué tal tu mano?
- Mal.
- Ya dura esa tendinitis.
- Me voy acostumbrando.
- No leas mientras haces los ejercicios de Liszt. Se te va el
santo al cielo y el daño aumenta.
- Sigo las instrucciones del maestro húngaro. Según él hay que
practicar durante tres horas diarias sus ejercicios de mecanismo y
automatización. Y leer todo el tiempo un buen libro para distraer la mente de
tan ingrata tarea.
- ¡No seas ingenuo! A Liszt le leía la condesa Marie d'Agoult mientras
practicaba esos acrobáticos ejercicios. Además tus manos no son las de él.
Nunca podrás tocar sus obras.
- Cierto, mis manos tienen otro ser. Liszt derriba castillos a
cañonazos y después corta una orquídea con los dedos entumecidos; y nadie lo
nota. Yo quiero cultivar orquídeas y regalarlas a la primavera.
- ¡¿Ves?! Cada uno se sirve del capricho de la naturaleza. A ti te
obsequió de mano, corazón y vida. No malgastes ese material.
- Pues aléjeme de este endemoniado músico y sírvame la mano de
Chopin (abrí mis dedos en un gesto impetuoso delante de sus narices).
- Sí, será lo mejor. Y para empezar estudia este Preludio. Esta
pieza es un compendio breve del espíritu de su poética.
Miss Florence Kent abrió un libro de partituras desgastado por el
uso, buscó en el índice el «Preludio Op. 28/4», se sentó al piano, comenzó a
tocar y yo me derrumbé ante aquel chant des profondeurs. Fue la
primera pieza que estudié del polaco que revolucionó París con su estilo personal
y atrevido. Frédéric François Chopin fue la puerta que me introdujo en la
abrumadora sonoridad del piano.
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