Mi
periplo hacia la ruta de la "gran música" (así la llamo) me lleva a
Praga, concretamente al Museo de la Música. Praga hizo de Mozart su niño
mimado. Aquí, el genio de Salzburgo, fue muy querido por las grandes
familias burguesas que lo arroparon con su mecenazgo, facilitando el
estreno de muchas de sus grandes obras. El amor a la música se respira
en cada calle. Entro en el museo y el silencio de la primera sala me
transporta en el tiempo, un soñador perfume ancestral me inunda. Aquí y
allá las dependencias están plagadas de expositores de instrumentos
musicales de todas las épocas. El corazón se me dispara cuando visito la
sala de instrumentos de tecla. Permanezco arrobado por tiempo infinito.
Disfruto. Una encargada del museo se me acerca al comprobar que doy
muchas indicaciones a los amigos que me acompañan. Intuye que les estoy
explicando la historia del piano a partir de esa sala. Está en lo
cierto. Amablemente me pide que la acompañe al salón principal,
señala hacia un lateral y me invita a tomar asiento en un magnífico
piano. Dos bailarinas (profesora y alumna) practican unos elegantes
pasos de danza. Suena una danza eslava de Dvořák,
¡ah, qué placer! Su intuición no falla, sabe que soy pianista y me pide
que toque lo que quiera. La música del checo se extingue poco a poco.
Silencio. Rozo las teclas con mis dedos para comprobar el mecanismo del
instrumento. La zona grave del piano es generosa, ¡estupendo! -me digo-.
Medito durante unos segundos qué puedo tocar. ¡Ya lo tengo! La mano
izquierda de Brahms será mi aliada (el teutón era zurdo y se nota en su
pianismo). Mi gozo es total, miro a las bailarinas y toco el «Vals nº3
op.39 en sol sostenido menor», de Brahms. Los cuerpos esbeltos y etéreos
de las danzarinas responden con gracia al tres por cuatro de mi
interpretación. Cuando doy por concluida la pieza, profesora y alumna
aplauden discretamente, con amor, y compartimos una cálida sonrisa de
complicidad. Minutos de éxtasis y felicidad que no olvidaré jamás.
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