Como en tantas ocasiones voy de la mano de mi madre andando hacia la consulta del médico. El invierno es mi travesía del desierto. Mientras caminamos ella me sonríe; está preocupada. Yo asisto, impasible, al enésimo ritual de mi perenne bronquitis. A grandes bocanadas abro mi pecho para tomar el aire que nunca quiere llenar mis pulmones. Todavía tengo en la boca el sabor amargo y mentolado de las hojas de eucalipto hervidas, ese árbol de ciencia y vida, y sus vahos de supervivencia. Horas antes mi padre y mis hermanos se afanan en avivar el fuego de la chimenea para que la olla de hojas de eucalipto desprenda su poder curativo y así mermar mi asfixia. Mi ahogo aumenta. "Su hijo dejará de padecer esto cuando traspase el umbral de la pubertad." -dice el doctor-. Yo no sé a qué se refiere, lo único que quiero es dormir, no pasar las noches en vela por no poder respirar. No me quejo nunca, prácticamente esta dolencia nació conmigo y pienso que es lo normal. Algo que no le pasa a mis amigos pero que en mí es lo más natural. Los días que paso en cama recuperando el aliento, leo. Mi abuela me atiborra de tebeos, cómic de superhéroes y cuentos clásicos. ¡Un día se produce toda una revelación en mí! Cae en mis manos «El Camino», de Miguel Delibes. A partir de ahí mis ahogos se apaciguan bastante. Las puertas de la literatura se abren ante mis ojos y también abre mis maltrechos pulmones. ¡Oh, ya recobro el pulso! ¡Estoy vivo! ¡Quiero vivir para leer y leer para vivir! Mi madre sigue cogiéndome la mano cada vez que rememoramos este eterno capítulo de nuestras vidas.
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