sábado, 4 de marzo de 2017

¡HUMANO, DEMASIADO HUMANO!

El violonchelo (cello) es el instrumento musical más parecido a la voz humana. El sinfonismo de la música clásica nos abastece de todo un mundo de sensaciones. Los archiconocidos fragmentos incrustados en la memoria colectiva del oyente más neófito siempre nos acompañan, son esos clásicos populares que han inmortalizado la historia de la música clásica. Pero hay infinidad de composiciones menos conocidas y que bastarían para reclutar a grandes masas de incipientes aficionados al género. Un buen ejemplo de ello es el Concierto para violonchelo y orquesta en mi menor Op.85 de Edward Elgar. Postromántico, autodidacta e inclasificable, Elgar se formó en los horizontes de confianza optimista y de buenos sentimientos de la época victoriana británica, pero su rasgo de elegancia y refinamiento estilístico lo llevó a una concepción más comprometida de la música como lenguaje complejo y comunicativo. Analicemos los primeros compases de este prodigio de la composición, donde hundió el hacha en el costado del melómano más exigente cuando ideó esta fastuosa composición. En el primer compás el cello se abre paso con dos acordes fortísimos y majestuosos que quiebran el aire más espeso, esta escalofriante carta de presentación da lugar en el segundo compás a dos sforzando que manan sangre a borbotones con dos trayectorias distintas; una, el melancólico do que rompe el alma del si para luego abandonarlo sutilmente, y otra, el re# (sostenido)/la que bloquea el discurso musical para dejarlo moribundo. Después una serie de sonidos que desembocan en el anhelante mi. Aisladas en el pasaje tenuto la orquesta responde tímidamente y cae en un pianísimo extremo para adorar y postrarse ante el dominante si. Aquí el oyente ha sido seducido y mantiene expectante todos sus sentidos, toda su emoción está al servicio de lo que acontecerá segundos después. El silencio ha lanzado su cepo, eres presa de ese instante interminable donde todo está ocurriendo de manera acelerada. A partir de aquí vuelve a prorrumpir el imperio del solo de cello, arrancando con una ráfaga ad libitum que comienza a elevarse con acentos y retardos, ¡cada vez más in crescendo… más… y más… y más…!, y finalmente esa pausa de la que ya no tienes escapatoria, porque el cielo ha sucumbido a la música. Podríamos remitirnos a muchas grabaciones de este concierto, pero sobrecoge la interpretación de Jacqueline du Pré (ese ángel de sonrisa eterna) con su Stradivarius Davidov de 1712 acompañada por la Orquesta Filarmónica de Londres y que en 1967 fue dirigida por su esposo y compañero musical Daniel Barenboim.

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